Buelito
fue el primero en decirme que el
amanecer en Acapulco era el más lindo del mundo, porque no solo tenía el color
tostado de la cajeta sino también sabía a purito caramelo. El sol se abre en
esta ciudad cada día de forma diferente, eso dicen los viejitos, nunca repite
su luz ni su intensidad. También dicen que cuando se va y baña el Morro con sus
besos de mango el reloj se para, son minutos que Nuestra Señora mete en el
bolsillo de cada cual, no pasan por la piel. El amaneterdecer en Acapulco volvió
a mi buelito un soñador, por eso se perdió en el infierno de Sonora, donde todo
se lo traga la boca de Cautemolt. El mismo sol que ahorita patina en la orilla
de la playa y la llena de cristales
rotos me quitó a buelito, se lo llevó
para siempre.
O no.
Por mucho que me esfuerce no consigo
verlo como él lo miraba, con esa cara de sonso que se le quedaba, como si lo estuviera viendo ahora, casi babeando se
ponía, mientras que con un hilillo de
voz suspiraba chavita, allí se esconde el paraíso. Y para allá se fue, con su
petate hasta los topes de ilusiones y
con una sola cantimplora. Los coyotes saben lo que se llevan entre manos, no te
me vayas a poner brava. Hay que ir
ligeros de equipaje; no más llegar donde los gringos me regreso a por ti para
que tú también te vengas conmigo, traeré la suficiente plata para poder
comprarte unos jeans, unos pantis y unos
tenis. Y me dejó la bandeja de papayas y las manos del nuevo patrón, el
señorito Guadalupe, que me haría llegar la fruta fresca cada tres días. También
me regaló la espera y mi primer sostén, relleno de mentiras, y la duda.
Y así fue como dos o tres tardes
después de que Buelito se me largara, al mismo tiempo que el diablote encendido
desaparecía entre las nubes de azúcar quemado, el nuevo patrón se clavó también
en el paraíso mientras sus dedotes jugueteaban y me hablaba bajito de mis chiches, híjole,
chambita, que los tienes muy grandes para tu edad. Buelito también lo hacía,
pero no apretaba tanto. Le gustaba. A mí
no. Bueno, ni me gustaba ni me dejaba de gustar. A veces me dolía y entonces él
me pedía disculpas, con los ojos rojos, como si el atardecer de Acapulco los
hubiera prendido. Cuando seas mayor, ya verás, chavita, te gustará y te llenará
de agua los muslos. Ahorita a poco que cierres los ojitos tendrás sueños que te
quemarán por dentro. Pero la única verdad que ahorita se me agarraba era que
todo en mí era un purito escozor.
Desde el pichilingue donde vendo la
papaya, un peso el vasito, solo se ven
los grandes edificios que lo tapan todo. Prefería la caleta del Papagayo. Allí
por lo menos cuando la luz empezaba a despertar o a escaparse, antes de que el
día o la noche echasen el cierre, contemplaba la roqueta y pensaba en cómo
llegar hasta ella. Nadando no, que no sé, En chalupa tal vez.
Seguro que Selmo, que vende tortitas
a cien metros, me llevaría. Pero lo malo es que después querría contarme
también cómo son el amanecer y el atardecer en Guanajuato y se pondría
cariñoso, como suele hacer los domingos, cuando cierra el puesto. Chavita, me
gustas más que un taco picantoso de escamoles, caramba. Y luego están las olotas, que aparecen
siempre a traición, casi más peligrosas que los hombres.
Yo no sueño con la islita. No soy
como mi buelito. Solo la estudio, como cuando dibujaba el mapa de México en
primaria, hace un par de años. Aquel enorme pedrusco que salía de la nada más
azul sería un buen sitio para vivir, sin amaneceres ni turistas. Tampoco me
vienen esos sueños ardientes que me prometen las tardes de mi nuevo patrón, por
más que lo intento, a lo más sueño
picores.
El
pollero que engañó a buelito me invitó
anoche a un elote.
No llevaba la suficiente agua,
chambita, me dijo. Sería por eso por lo que, es un suponer, hizo su primer y
definitivo viaje. Solo un camello podría sobrevivir con la poca agua que
almacenó tu buelito, aunque, a saber, mayores milagros ha fabricado el desierto.
Tu buelito era un panchón que no más
pensaba en cómo montar un burguer en la cara gringa de Tijuana. Qué atardecer, eh,
chava, qué atardecer, me susurra mientras me hace y me mira sin mirarme. Los
atardeceres de Acapulco, ay mi cholita, son padrísimos. Y los amaneceres, ya
ni le cuento. Después acerca su lenguota
hasta mi oreja y la siento de reojo, parece una bicha a punto de picarte su
veneno, y con la voz que a poco le hace temblar el gaznate va y ronronea para qué escaparse al
paraíso, eh, chava, si el paraíso eres
tú, tú eres el paraíso iluminado por este sol, se levante o se acueste en
Acapulco.
Y mientras me manosea y su baba
patina por mi espalda, cierro los ojos para poder soñar sin soñar; para poder ver
mejor, sin verlo, ese crepúsculo que algún día dejarán de robarme.