viernes, 27 de mayo de 2016

EL AMANECER EN ACAPULCO (cuento breve)

Buelito fue el primero en decirme que  el amanecer en Acapulco era el más lindo del mundo, porque no solo tenía el color tostado de la cajeta sino también sabía a purito caramelo. El sol se abre en esta ciudad cada día de forma diferente, eso dicen los viejitos, nunca repite su luz ni su intensidad. También dicen que cuando se va y baña el Morro con sus besos de mango el reloj se para, son minutos que Nuestra Señora mete en el bolsillo de cada cual, no pasan por la piel. El amaneterdecer en Acapulco volvió a mi buelito un soñador, por eso se perdió en el infierno de Sonora, donde todo se lo traga la boca de Cautemolt. El mismo sol que ahorita patina en la orilla de la playa y  la llena de cristales rotos  me quitó a buelito, se lo llevó para siempre.
            O no.
            Por mucho que me esfuerce no consigo verlo como él lo miraba, con esa cara de sonso que se le quedaba, como si  lo estuviera viendo ahora, casi babeando se ponía, mientras  que con un hilillo de voz suspiraba chavita, allí se esconde el paraíso. Y para allá se fue, con su petate hasta los  topes de ilusiones y con una sola cantimplora. Los coyotes saben lo que se llevan entre manos, no te me vayas a poner  brava. Hay que ir ligeros de equipaje; no más llegar donde los gringos me regreso a por ti para que tú también te vengas conmigo, traeré la suficiente plata para poder comprarte unos jeans, unos pantis  y unos tenis. Y  me dejó la bandeja de  papayas y las manos del nuevo patrón, el señorito Guadalupe, que me haría llegar la fruta fresca cada tres días. También me regaló la espera y mi primer sostén, relleno de mentiras, y la duda.
            Y así fue como dos o tres tardes después de que Buelito se me largara, al mismo tiempo que el diablote encendido desaparecía entre las nubes de azúcar quemado, el nuevo patrón se clavó también en el paraíso  mientras  sus dedotes jugueteaban y  me hablaba bajito de mis chiches, híjole, chambita, que los tienes muy grandes para tu edad. Buelito también lo hacía, pero no apretaba tanto. Le  gustaba. A mí no. Bueno, ni me gustaba ni me dejaba de gustar. A veces me dolía y entonces él me pedía disculpas, con los ojos rojos, como si el atardecer de Acapulco los hubiera prendido. Cuando seas mayor, ya verás, chavita, te gustará y te llenará de agua los muslos. Ahorita a poco que cierres los ojitos tendrás sueños que te quemarán por dentro. Pero la única verdad que ahorita se me agarraba era que todo en mí era un purito escozor.
            Desde el pichilingue donde vendo la papaya, un peso el vasito,  solo se ven los grandes edificios que lo tapan todo. Prefería la caleta del Papagayo. Allí por lo menos cuando la luz empezaba a despertar o a escaparse, antes de que el día o la noche echasen el cierre, contemplaba la roqueta y pensaba en cómo llegar hasta ella. Nadando no, que no sé, En chalupa tal vez.
            Seguro que Selmo, que vende tortitas a cien metros, me llevaría. Pero lo malo es que después querría contarme también cómo son el amanecer y el atardecer en Guanajuato y se pondría cariñoso, como suele hacer los domingos, cuando cierra el puesto. Chavita, me gustas más que un taco picantoso de escamoles, caramba.   Y luego están las olotas, que aparecen siempre a traición, casi más peligrosas que los hombres.
            Yo no sueño con la islita. No soy como mi buelito. Solo la estudio, como cuando dibujaba el mapa de México en primaria, hace un par de años. Aquel enorme pedrusco que salía de la nada más azul sería un buen sitio para vivir, sin amaneceres ni turistas. Tampoco me vienen esos sueños ardientes que me prometen las tardes de mi nuevo patrón, por más que lo intento,  a lo más sueño picores.
            El pollero que engañó a  buelito me invitó anoche a un elote.
            No llevaba la suficiente agua, chambita, me dijo. Sería por eso por lo que, es un suponer, hizo su primer y definitivo viaje. Solo un camello podría sobrevivir con la poca agua que almacenó tu buelito, aunque, a saber, mayores milagros ha fabricado el desierto.
            Tu buelito era un panchón que no más pensaba en cómo montar un burguer en la cara gringa de Tijuana. Qué atardecer, eh, chava, qué atardecer, me susurra mientras me hace y me mira sin mirarme. Los atardeceres de Acapulco, ay mi cholita, son padrísimos. Y los amaneceres, ya ni le cuento.  Después acerca su lenguota hasta mi oreja y la siento de reojo, parece una bicha a punto de picarte su veneno, y con la voz que a poco le hace temblar el  gaznate va y ronronea para qué escaparse al paraíso, eh, chava, si  el paraíso eres tú, tú eres el paraíso iluminado por este sol, se levante o se acueste en Acapulco.

            Y mientras me manosea y su baba patina por mi espalda, cierro los ojos para poder soñar sin soñar; para poder ver mejor, sin verlo, ese crepúsculo que algún día dejarán de robarme.

jueves, 26 de agosto de 2010

Cuando el calor derrite el pensamiento.

Hace tanto calor que resulta difícil pensar. La imaginación suda y suplica que abramos ventanas por las que traspirar. Lo que hace falta es un buen balcón lleno de geranios y jazmines que contaminen con su olor el sopor del mercurio.

lunes, 23 de agosto de 2010

Kantor

Estuve hace unos días en Cracovia y descubrí Polonia en la piel de Tadeus Kantor. Sus marionetas son parte de la huella que todos los que vivimos el teatro nos ha dejado como testimonios de su mirada pausada, tierna e inquieta. Abrí una nueva ventana en algún rincón de mí, cerca del hígado quizás. O del corazón. Vi el vídeo de uno de sus ensayos. Era el ensayo de un director que, como todo sabio, dudaba. Toda una lección.